María Sabina vivió en Huautla, en la sierra de Oaxaca. Durante su niñez se acostumbró a consumir los hongos alucinógenos que crecen en forma abundante en la sierra durante la estación húmeda. Un biólogo llamado Wasson la descubrió y la dió a conocer al mundo. A partir de ese momento María Sabina adquirió fama mundial, pero al mismo tiempo perdió parte del poder que los hongos le transmitían.
Al igual que con el autor de este capítulo, María Sabina fue la guía de innumerables buscadores que acudían a ella con la esperanza de encontrar respuesta a sus problemas. Esta chamana poseía el talento de guiar, con ayuda de los hongos, a sus compañeros temporales de viaje alucinógeno en realidades extrañas y fantásticas. Poseía además, el don de “ver” el estado interno de los que tuvimos el privilegio de conocerla.
Como se dará cuenta el lector al leer este capítulo, María Sabina mostró la capacidad de establecer una comunicación directa; es decir, una comunicación que no requiere el uso de los canales sensoriales. En el laboratorio de investigaciones psicofisiológicas hemos encontrado que la comunicación directa entre seres humanos ocurre cuando existe una concordancia entre las variaciones de coherencia interhemisférica de los cerebros de los sujetos, mientras más parecidas entre sí las oscilaciones individuales de coherencia interhemisférica, mayor es la comunicación directa. Según la teoría sintérgica, lo anterior significa que los campos neuronales irradiados a partir del cerebro de los que se comunican embonan en una interacción congruente basada en una similar coherencia individual.
En realidad, y de acuerdo con la misma teoría, la interacción entre todos los campos neuronales y la estructura del espacio-tiempo forma un complejo hipercampo dentro del cual todos estamos imbuidos. María Sabina podía decodificar el hipercampo y diferenciar de él las zonas correspondientes a las mentes de cada uno de sus visitantes.
Hace un tiempo murió María Sabina y todos los que tuvimos la oportunidad de conocerla sabemos que con ella se fue una de las más grandes chamanas de México. Saber el nivel de conciencia desde el cual esta mujer percibía la realidad es imposible. Solamente ella lo sabía al vivirlo. Lo que cada uno de sus discípulos podemos hacer es atestiguar y compartir las experiencias que tuvimos con ella. Precisamente con este motivo y como homenaje póstumo, intentaré describir lo que a un grupo de colegas nos sucedió cuando fuimos a visitarla a Huautla.
Hace quince años, llegar a Huautla en el estado de Oaxaca por tierra era todavía algo parecido a una hazaña. El camino estaba en plena construcción y las máquinas gigantescas removían grandes rocas que abundaban por doquier, bloqueando curvas y tramos montañosos. Huautla nos recibió en una bruma casi impenetrable. Todo estaba húmedo, incluyendo nuestra ropa y pertenencias. Viajamos en una jeep-safari y a la mitad de una calle se nos acercó corriendo una niña. Se subió a uno de los costados del vehículo y con su voz entrecortada nos dijo que su abuelita quería vernos. Le preguntamos por el nombre de ella y nos dijo que se llamaba María Sabina. Todos nos miramos sorprendidos, ¡María Sabina! Aquello era como un milagro. Habíamos oído de ella a través de los trabajos de Wasson, pero no esperábamos que nos saliera al paso a través de su nieta y menos que nos quisiera ver. Por su puesto que accedimos a la invitación y en menos de treinta minutos nos encontrábamos en la casa de la chamana.
Nos invitaron a pasar a un salón repleto de costales de café y maíz, entre los que nos sentamos a esperar. Al poco rato entró la anciana acompañada de un intérprete. Este, que era su hijo, nos dijo que María Sabina quería que hiciéramos un viaje de hongos con ella. Nos invitó a conseguir los hongos y habló largamente de lo que nos costaría la experiencia. Recuerdo que habló tanto del precio en los arreglos monetarios que tanto yo como mis dos amigos y colegas nos miramos dúbitamente. Después de varias horas de búsqueda conseguimos una buena porción de hongos. Uno de nuestros compañeros, Roberto, era un experto y nos dijo que algunas variedades servían para incrementar la capacidad introspectiva, mientras otras producían efectos sensoriales extraordinarios.
La variedad que habíamos conseguido pertenecía al primer género y por ello era recomendable vivir la experiencia en la noche. Regresamos a la casa de Sabina después de recorrer un camino que ahora, a diferencia de la primera vez, nos pareció larguísimo, nos sentamos a esperar, mientras observamos a la familia de la chamana. Uno de sus nietos, un muchacho de doce o trece años, nos acompañó, tomaba licor de una botella y pronto se emborrachó. Aquello, aunado al manejo comercial, nos llenó de disgusto. Estábamos allí para vivir una experiencia mística y aquello nos decepcionaba.
Al anochecer llegó María Sabina. Traía consigo un sahumador con copal cuyo delicioso aroma alivió un poco nuestra incomodidad y aprehensión. Después, la chamana se acercó a cada uno de nosotros y nos frotó los antebrazos con un polvo oscuro. Más adelante, nos invitó a comer los hongos después de que ella hizo lo propio.
Yo llevaba conmigo un cuaderno y me preparé a escribir mis experiencias mientras que mis compañeros, acostados dentro de sus bolsas de dormir, se burlaban de mi espíritu académico. Después de treinta minutos mi intención de escribir se empezó a desvanecer. En el interior de unas distorsiones perceptuales y unas emociones mezcladas de gozo y temor, decidí que escribir no era importante y me introduje a mis cobijas, las que me parecieron más un capullo que una cama improvisada. Al cerrar los ojos aparecieron imágenes. Más tarde estas se transformaron en sensaciones corporales de incomodidad. Hacía mucho frío y la humedad me trastornaba. Mi cuerpo empezó a distorsionarse y todo yo era una mezcla de frío, lluvia y desaliento.
Aparecieron imágenes de calles onduladas, bordeadas de edificios. Yo viajaba a través de las ondulaciones. Mi incomodidad empezó a ser intolerable. De pronto apareció, en mi conciencia, la imagen de mi sillón favorito. Estaba en mi casa leyendo y sintiéndome protegido y tibio. El frío había desaparecido y me sentía muy bien. En ese instante, la chamana empezó a cantar una oración…
San Pedro, San Pablo… repetía el nombre de los apóstoles junto con frases en mazateco.
Inmediatamente mi incomodidad, tan ardúamente lograda, la tibieza de mi hogar y todo mi yo, retornamos al frío, la humedad y la desesperación de un cuerpo distorsionado acostado en esa choza de la tierra. Tardé una eternidad en recuperarme, volví a ver las calles onduladas y cuando retorné a mi sillón, María Sabina volvió a cantar… San Pedro, San Pablo… Haciéndome retornar a la desesperación corporal.
Aquello se repitió siete veces. Cada vez que lograba retornar a la comodidad y al placer, la chamana cantaba, sacándome de mi estado introduciéndome en la desesperación del presente, era obvio que María Sabina reconocía mi mente y sabía sus cambios. Era tan sincronístico su canto con mis estados psíquicos que, pronto, pensé que su intención era malévola y desesperado me incorporé y salí a la interperie. Me recibió una lluvia pertinaz, pero la prefería al infierno sabiniano del interior de la choza. Empezó a amanecer y di gracias a dios por el retorno de la luz y por el milagro de un nuevo día.
Tardé varios años en entender y apreciar mi experiencia. María Sabina me había mostrado uno de mis refugios emocionales, mi incapacidad para vivir el presente y mi tendencia a huir de la realidad para guarecerme en su estructura de comodidad. Le agradezco la terrible enseñanza.
¡Gracias, María Sabina, y sigue creando allí donde te encuentres!